jueves, 13 de octubre de 2016

BOB DYLAN: EL HOMBRE QUE SE INVENTÓ A SÍ MISMO

A propósito del Premio Nobel de Literatura que acaban de otorgarle al gran Bob Dylan, se me ocurrió que sería una buena idea incorporar a Mundorosso esta nota que fue publicada en revista Mavirock con motivo de la última visita que Bob realizó a la Argentina en el 2012 para una serie de recitales en el Teatro Gran Rex. Ojalá la disfruten.


El hombre que se inventó a sí mismo
                                               Por Alfredo Rosso

Es difícil hablar de Bob Dylan y no caer en el lugar común de colgarle el sambenito de juglar, trovador de nuestro tiempo, profeta de una generación, mito viviente y todos los adjetivos grandilocuentes que el cantautor de Duluth ha ido acumulando a lo largo de cinco décadas en el camino. En la nota que sigue, en cambio, nos propusimos echar un vistazo a los años consagratorios de este artista decisivo, que una vez más pisó tierras argentinas el pasado mes de abril.

Las luces del Gran Rex todavía no se han encendido para señalar que el tema que pasó, en efecto, es el último del show. El bis con “Blowin’ in the wind” fue una breve rúbrica de un evento trascendente y aún flotan en el aire preguntas que se escuchan desde hace medio siglo:“¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre antes de que se lo llame hombre? ¿Cuántos años puede alguna gente vivir / antes que se les permita ser libres?”  Bob Dylan pasó por Buenos Aires en una escala más en la famosa “gira interminable” que emprende desde hace ya décadas y la onda expansiva de la experiencia puede palparse en la cara de los asistentes. Esa voz cascada, que desarticula y reconfigura la estructura de sus temas clásicos, les da al mismo tiempo un nuevo halito de vida. Vida es una buena palabra para definir lo que se vio. Dylan está vivo: a los 70 años es una pieza vital de su propia banda; tocando teclados y guitarra con una energía seca y chasqueante como látigo, al tiempo que los músicos, con el guitarrista Charlie Sexton al frente, se sumergen en la marea de un rhythm and blues de una intensidad que no da tregua en la hora y media que dura el recital. Un recital de hoy, de aquí, de ahora: Dylan no está jugando con la nostalgia. Los clásicos, “Like a rolling stone”, “All along the watchtower”, “Ballad of a thin man”, “Tangled up in blue”, han sido pulidos hasta la médula, la punta de sus dardos líricos reafiladas por los nuevos arreglos, como misiles reprogramados para buscar el calor del corazón de los oyentes, y hacer centro. El recital respira el tiempo de rhythm and blues que informa los discos de Bob en el siglo XXI : la banda se balancea entre las cadencias de “Thunder on the mountain”, “Summer days”, “Rollin’ and tumblin’”. La música fluye cuando todos los intérpretes hablan el mismo idioma, una lengua franca. Una lengua viva.
            Parece mentira que estuve ante el mismo Bob Dylan que he visto en películas blanquinegras, llenas de granos y de grumos, con cara querubinesca y una gorra que le quedaba grande, cantando ese mismo “Blowin’ in the wind” en algún olvidado festival folk en el alba de los ’60. El mismo Dylan que, años más tarde, ya en color, vi. en la filmación del festival de Bangla Desh, flanqueado por George Harrison y Leon Russell, haciendo “Just like a woman”. El del traje blanco y la leve barba que volvió del exilio para juntar a toda la realeza rockera inglesa en el backstage del festival de la Isla de Wight 1969. El Dylan de las enciclopedias y las tapas de cientos de revistas. El “portavoz de una generación”.
Pero olvidémonos del Bob Dylan del bronce. Dejemos a un costado los lugares comunes y veamos por un instante al hombre detrás del mito. Bob Dylan nació rocker; fue uno de los tantos jóvenes norteamericanos a quienes el rock le cambió la vida en plena adolescencia. Porque antes de que Elvis moviese la pelvis, los adolescentes eran o chicos crecidos o adultos reducidos. En cualquier caso, reproducían la sociedad adulta en miniatura: llevaban las mismas ropas, seguían las mismas profesiones, tenían los mismos gustos e incluso las mismas ideas políticas de sus padres. Por sobre todo compartían la visión de mundo de sus mayores: padres, maestros y demás figuras de autoridad. El rock acabó con todo eso de un plumazo. Entre 1955 y 1958, la primera ola de rock and roll, la de Elvis, Little Richard y Chuck Berry creó una tribu nueva, con su propio lenguaje, su propia forma de bailar y de vestir y –lo más importante- su propia visión del mundo. Por primera vez los jóvenes pasaban a tener un rol protagónico, en lugar de expectante, en la historia.
            Pero la primera ola de rock pasó y, con sus diferentes representantes fuera del teatro de operaciones, por diferentes motivos, la industria musical fue copada por un pop elegante pero en última instancia inofensivo, a años luz de aquel grito rebelde que había puesto los pelos de punta de la sociedad bien pensante unos pocos años antes.
            Sin embargo, al despuntar los ’60 el folk vino al rescate. En los cafés bohemios del bajo Manhattan neoyorquino, los estudiantes universitarios se reunían para escuchar a artistas como Dave Van Ronk, Tom Paxton, Odetta, Fred Neil y Ramblin’ Jack Elliott, quienes mezclaban en sus repertorios baladas tradicionales con nuevas canciones empapadas de comentario social. Inspirados en artistas itinerantes como Woody Guthrie, que le cantaban a la Norteamérica pobre y marginal, esa que se caía por los bordes del Gran Sueño Americano, estos jóvenes devolvieron la música popular a un lugar preponderante como agente difusor de nuevas ideas de libertad, pacifismo e igualdad social y racial.
            Aquí entra en escena Bob Dylan. Músico amateur de rock and roll en sus días púberes provincianos en un pueblo perdido de Minnesota, cuando aún se llamaba Robert Allen Zimmerman, Bob se reinventó como músico folk y se estableció en Nueva York, tras un peregrinaje legendario a la Gran Manzana para conocer a su héroe Woody Guthrie, por entonces postrado en un hospital suburbano, aquejado por un mal hereditario que probaría ser terminal.
            ¿Qué diferenciaba a Dylan de sus colegas a esta altura? Para empezar Bob poseía un conocimiento cuasi enciclopédico de la tradición folk estadounidense, lo cual no solo enriqueció notablemente su temprano repertorio con una gran diversidad de canciones, sino que le ayudó, también, a desplegar desde muy temprano sus habilidades como autor y compositor. Y es aquí donde Bob marcó la gran diferencia, gracias a un uso superlativo del lenguaje y la metáfora y una habilidad innata para conjurar imágenes que impactaban instantáneamente en el oyente. Esa voz nasal y ronca que al principio desacomodó a los devotos del folk de un registro cultivado como el de Joan Baez (madrina artística y futura amante del joven Bob) terminó jugando a favor de Dylan, porque le dio al mensaje de sus letras una insospechada profundidad. Esa voz distinta, urgente, demandaba ser oída. Y lo fue.

La respuesta está en el viento

            Como le pasó en su momento a los Beatles, a Bob Dylan tampoco le fue fácil ser reconocido por los que hubiesen sido destinatarios naturales de su música: los sellos de folk Elektra, Vanguard y Folkways, todos rechazaron las pruebas que rindió. Pero un viejo zorro de la industria, el director artístico de Columbia, John Hammond, descubridor de Billie Holiday y Count Basie, entre muchos otros, le tuvo fe y lo contrató. El primer álbum Bob Dylan, editado a principios de 1962 era un esfuerzo promisorio pero todavía tentativo: doce covers de temas tradicionales y solo dos composiciones propias: “Talkin’ New York” y el homenaje a su ídolo, “Song to Woody”. El disco solo vendió 5000 copias en su primer año en las bateas y no faltaron quienes se refirieron al joven artista de apenas 20 años como “el berretín de Hammond”, pero la fe del veterano productor pagaría, con creces, en los siguientes meses.
            Mientras actuaba en los clubes del bajo Manhattan, Dylan se había relacionado sentimentalmente con Suze Rotolo, quien a pesar de tener entonces solo 17 años, tuvo un rol importante en el despertar de la conciencia social de Bob, a la vez que fue la musa inspiradora de sus temas románticos en los siguientes tres años. El tema que mostró por primera vez su potencial como cantautor fue “Blowin’ in the wind”, una canción de tono existencial y pacifista al mismo tiempo, cuyas estrofas estaban armadas en forma de interrogantes que podían percibirse como universales: “¿Cuántas veces deberán  volar las balas de cañón / antes de ser prohibidas para siempre?...¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / fingiendo que no ve nada?...¿Cuántos oídos debe tener un hombre / para poder oír a la gente llorar?...  La respuesta, amigo mío, está soplando con el viento.”
A todo esto, la política internacional atravesaba por un período delicado en las relaciones entre las grandes potencias. El emplazamiento en suelo cubano de misiles soviéticos con capacidad de llevar cargas atómicas y, potencialmente, de atacar las principales ciudades de Estados Unidos, llevó al presidente John Kennedy a lanzar un ultimátum al premier soviético Nikita Khrushchev. Durante quince terribles días, antes de que se llegara a un acuerdo que marcó un salomónico empate entre los gigantes del poderío atómico, el mundo contuvo el aliento ante lo que claramente significaba una escalada hacia la Tercera Guerra Mundial, un conflicto nuclear que hubiese puesto en la balanza la supervivencia misma de la raza humana sobre la Tierra.  La crisis de los misiles cubanos inspiró a Dylan una de sus canciones mas urticantes de este período, “A hard rain’s a-gonna fall”. En esos días la prensa llamaba “canciones de protesta” a los temas de contenido social, un rótulo poco feliz porque, conciente o inconcientemente, impulsaba un reduccionismo simplista de esas composiciones, por lo general mucho más complejas y coloridas de lo que esa categorización prefiguraba.
Pero al margen de las etiquetas, era evidente que el período 1962-1964 ve componer a Bob Dylan varios de sus mejores canciones de contenido social. En “The death of Emmett Till”, “Only a pawn in their game” y “The lonesome death of Hattie Carroll” abordaba la cuestión de la discriminación racial. “Talkin’ John Birch paranoid blues” y “With God on our side” tocaban el tema de la intolerancia política, combustible de las persecuciones políticas, mientras que “Masters of war” era un dardo poderoso contra la industria de la guerra: “Vengan señores de la guerra / ustedes que fabrican armas…bombarderos…grandes bombas  / y  se esconden detrás de sus escritorios / quiero que sepan que puedo ver a través de sus máscaras / Ustedes que no han hecho nada / que no sirva para destruir… han traído el peor temor que se pueda imaginar/ el miedo de traer niños a este mundo / por amenazar a mi hijo / que aún no ha nacido ni tiene nombre / no merecen la sangre que corre por sus venas…”
Para toda una generación que buscaba su identidad en el cambiante mundo de los ’60, este joven de mirada aún inocente, que cantaba sus verdades acompañado solamente de una guitarra acústica y una armónica, pronto se transformó en un referente. Álbumes como The Freewheelin’ Bob Dylan y The Times, They Are A-Changin’ eran un ítem infaltable en todo dormitorio universitario de la época y revistas “serias” como Time y Life lo ponían en sus portadas y lo llamaban “portavoz de una generación”.
A todo esto, Dylan había compuesto una canción que abrazaba lo testimonial pero iba más allá de las cuestiones políticas y raciales para poner el dedo en una llaga que cada día se abría más en el seno de la sociedad estadounidense: la brecha generacional. Los “baby-boomers” nacidos en la posguerra, testigos de la primera explosión del rock, estaban alcanzando la mayoría de edad. Estos jóvenes que tenían una visión mucho más libre del sexo, querían voz y voto en cuestiones que afectaban sus carreras estudiantiles y su futuro laboral, y observaban con recelo y desconfianza la política de “gendarme del mundo libre” de Estados Unidos. En “The times they are a-changin’” Bob tenía palos para todas las posturas recalcitrantes frente a esta nueva Norteamerica joven que despuntaba: “Padres y madres de todo el país / no critiquen lo que no comprenden / vuestros hijos e hijas están más allá de vuestro control / Vuestra vieja carretera está envejeciendo rápidamente / sálganse de la nueva si no pueden dar una mano / porque los tiempos están cambiando... Senadores y congresistas / atiendan este llamado / no se queden en la puerta / ni bloqueen el pasillo / porque el que se quede atascado saldrá lastimado / Hay una batalla allá afuera / y está haciendo estragos / pronto sacudirá vuestras ventanas y hará retumbar vuestras paredes / porque los tiempos están cambiando…”
           
Listo para ir a cualquier parte

            Pasaron muchas cosas en 1964. Para empezar, los Beatles extendieron su avasalladora conquista del mundo a los Estados Unidos y le levantaron el copete a un país moralmente demolido por el reciente asesinato de su presidente. Fueron la avanzada, además, de una movida británica que devolvió la pasión del rock al país de donde había surgido. Detrás de los Beatles llegaron los Stones, los Kinks, los Yardbirds y los Animals. Ya forma parte de la mitología del rock la anécdota de que Dylan les convidó a los cuatro de Liverpool sus primeros porros pero, más allá de la viñeta, ambos artistas sin duda cobraron conciencia del otro. Los Beatles comprendieron hasta qué punto una letra relevante y testimonial podía enriquecer aún más una canción y Bob recuperó el feeling de la electricidad del rock and roll. Muy pronto su música tomaría un giro decisivo: en el festival de Newport 1965 se presentó con un grupo eléctrico para desmayo de los puristas del folk y alegría de la gente de mentes abiertas. Dylan destapó una nueva energía dentro de su música y entró en el terreno de la polémica. Alguien llegó a llamarlo “Judas” pero Bob ya era un tren en marcha a toda velocidad, con los futuros miembros de The Band como fogoneros. En su álbum de transición, Another Side of Bob Dylan, ya había dejado entrever su desencanto con el costado más recalcitrante de las militancias y con la etiqueta de “cantor de protesta” en “My back pages”, un tema que revelaba una madurez difícil de asociar con un muchacho de apenas 23 años: “Sí, mi guardia se mantuvo firme cuando las amenazas abstractas / demasiado nobles como para ignorarlas / me engañaron haciéndome pensar que tenía algo que proteger / Bueno y malo, yo defino esos términos / está bien claro, sin duda, de algún modo / Ah, pero yo era mucho más viejo entonces / soy mucho más joven ahora…”
            El gran salto –estilístico, filosófico, vivencial- llegó con Bringing It All Back Home. El título es claro: “trayéndolo todo de vuelta a casa”. En ese todo está el bagaje de música rock y folk que se incorporó al ADN de Dylan a lo largo de dos décadas pero también una nueva conciencia de sí mismo y de su lugar en el mundo. Las canciones eran distintas a todo lo que Bob había escrito antes, imbuidas con un toque de sátira y hasta de cinismo, como para descontracturar de una vez y para siempre la imagen del visionario con el dedo índice en alto que los puristas del folk querían de él. “No necesitás un meteorólogo para saber de qué lado sopla el viento”, decía con sorna en “Subterranean homesick blues”, y por si no le había quedado claro a esos puristas que ahora lo trataban de traidor, les espetaba en otra estrofa: “No sigas líderes / vigilá los parquímetros…”  El álbum tiene grandes canciones de amor y de ausencia, y a veces estas dos emociones pueden coexistir en las estrofas de un mismo tema, como en “She belongs to me”. “Love minus zero/no limit” contrapone un mundo en el que la gente hace planes febriles y repite las palabras y conclusiones de otros, con la chica sabia que “guiña el ojo y no se preocupa / sabe demasiado como para discutir o juzgar…”
            Bringing It All Back Home nos muestra a un Bob Dylan en el centro de un universo de sensaciones. Percibe el mundo como un todo y nos lo transmite en forma de canción. Dylan ha viajado y visto su país y el mundo. El sur profundo, Texas, California, Grecia, Inglaterra. Sus pupilas han filmado las pulsiones de los hombres, los intrincados juegos que modelan la madeja social. Ha visto modernos esclavos que se rebelan, como el protagonista de “Maggie’s farm”, y ha adoptado una postura existencial frente a los innumerables juegos de poder que detectó a su paso, que lo llevan a expresar en “It’s alright, ma (I’m only bleeding)”: “Palabras desilusionadas ladran como balas / mientras los dioses humanos toman puntería / Han hecho de todo, desde pistolas de juguetes que echan chispas / a Cristos color carne que brillan en la oscuridad / es fácil ver sin mirar muy lejos / que no hay muchas cosas que sean sagradas…”  Desconcertados, muchos se preguntan, ¿quién es Dylan?, ¿qué es Dylan? Un álbum de recopilación, argentino, rezaba en su título: “Poeta o profeta”. A todo esto, Bob abrazaba la alegría de no hacer planes ni dejar que otros los hagan por él, y celebraba su nueva libertad en la obra cumbre del disco, “Mr. Tambourine Man”: “Llévame de viaje en tu mágico barco que gira en remolino / mis sentidos están despojados, mis manos entumecidas…Estoy preparado para ir adonde sea / preparado para desvanecerme / dentro de mi propio desfile / arroja tu hechizo bailarín en mi camino / prometo someterme a él…”

Algo está sucediendo, pero no sabés qué es…

            La mitad de la década del ’60 fue un momento de turbulencia y a la vez de gran excitación. Inspirada por el ejemplo de los Beatles, toda una nueva generación de grupos salía al ruedo. Desde Los Angeles, los Byrds combinaron el pop eléctrico del cuarteto de Liverpool con las letras de Dylan y convirtieron a su cover de “Mr. Tambourine Man” en el primer bastión del folk-rock. A todo esto, los principales competidores de Lennon & Co., los Rolling Stones, componían “(I can’t get no) Satisfaction”, ese himno de frustración sexual que denigraba, a la vez, los placebos del consumo conspicuo exaltados por la publicidad. Mientras tanto, la guerra en Vietnam se volvía más y más encarnizada y la visión repetida de ataúdes envueltos en la bandera de las barras y las estrellas disparaba marchas antibélicas en todas las grandes ciudades estadounidenses, reprimidas por la policía y la guardia civil. La brecha generacional se ensanchaba y amenazaba con partir al país en dos. En este clima de incertidumbre e inestabilidad social, por un lado, y de nuevos carriles artísticos por el otro, Bob Dylan edita en 1965 Highway 61 Revisited, uno de los discos capitales, no solo de su discografía, sino del rock, a secas.
 Secundado por Al Kooper en órgano y por el virtuoso guitarrista de blues Mike Bloomfield, Dylan completó su transformación estilística acuñando un disco de rock y rhythm and blues como marco de letras inspiradas y a menudo surrealistas, que disparan imágenes dramáticas y agudas, tomando como blanco a la sociedad de su tiempo. Los protagonistas de “Like a rolling stone”, “Ballad of a thin man”, “Tombstone blues” y la maratónica “Desolation row” son personajes desconcertados por los remolinos de la realidad y las contradicciones del mundo en el que están inmersos. Dylan es el sagaz observador que, desde afuera, mira la curiosa comedia humana y la describe con un sarcasmo y una ironía verdaderamente corrosivos, como en “Desolation Row”:“Están vendiendo postales del ahorcamiento / y pintando los pasaportes de color marrón / El salón de belleza está lleno de marineros / el circo ha llegado a la ciudad / Aquí viene el comisionado ciego / Lo tienen en un trance / una mano está atada al equilibrista / la otra en sus pantalones / Y el escuadrón antimotines no descansa / necesitan un lugar adonde ir / mientras Lady y yo observamos, esta noche / desde la calle de la Desolación.”
El año 1966 es considerado como trascendental para el rock y no es para menos: los Beach Boys hicieron su obra maestra, Pet Sounds, donde se revela el talento creador de su líder Brian Wilson al ciento por ciento; los Beatles revolucionaron otra vez el rock con el salto evolutivo de Revolver, y Bob Dylan coronó su espectacular trilogía con Blonde on Blonde, un álbum doble para el asombro. Conservó a Bloomfield y Cooper para las sesiones, pero se trasladó a Nashville para trabajar con músicos avezados de la meca de la música country, y una mezcla que en principio parecía como la del agua y el aceite, resultó ser mágica, justamente porque músicos de extracción muy distinta dieron lo mejor de sí para hacer un disco que hasta hoy deslumbra por su frescura, por la cantidad de ideas, estímulos, imágenes y colores que disparan sus surcos. Si hacía falta alguna prueba de que Dylan había encontrado una voz diferente, Blonde on Blonde fue esa evidencia. Hay rock, hay blues, hay baladas románticas. Hay canciones de celebración y de añoranza, de deseo y melancolía. Y desbordantes relatos de personajes cuyas personalidades chocan entre sí en el toma y daca de la vida diaria, como se ve en “Most likely you go your way (and I’ll go mine)” y –con una cuota de humor que rara vez se le reconoce a Dylan- en “Leopard-skin pill-box hat”, donde las peripecias de un romance desavenido y un triángulo amoroso con implicancias homoeróticas se convierten en una comedia tragicómica: “Le pregunté al doctor si podía verte / ‘Es malo para su salud’, dijo / Yo desobedecí sus órdenes /y  vine a verte, pero me encontré con él en tu lugar / Mirá, no me importa que me engañe / pero me gustaría que se quitara de la cabeza / tu nuevo sombrero de copa de piel de leopardo…”
Resaltar algún clásico sería forzosamente olvidar otro –tal la cantidad de temas sobresalientes- pero no puedo obviar la tour de force de “Sad eye lady of the low lands”, once minutos de pasión y nostalgia, y, en la misma vena de amores que se consumen lentamente y que dejan cicatrices, la belleza atemporal de “Visions of Johanna” y “Just like a woman” saltan inmediatamente a la vista.
Blonde on Blonde cerraría un capítulo prolífico y artísticamente pleno en la vida de Bob Dylan. Muchos se preguntaron en su momento ¿y ahora qué? La respuesta no sería sencilla. Había tormenta en el horizonte Dylaniano, pero también estaba latente su perenne capacidad de reinventarse que siempre estuvo presente a lo largo de cincuenta años de carrera.

           Nota: El artículo concluía aquí, pero estaba pensada una segunda parte hablando del Bob Dylan de las décadas subsiguientes. Como todavía estoy en deuda con esa segunda parte, decidí incluir a modo de “yapa” un artículo escrito para mi antiguo blog de revista Ñ donde analizo algunos álbumes “oscuros” del gran artista. Aquí van…

Cuatro Gemas “Ocultas” del Gran Bob

            En general este blog no suele hacerse eco de ediciones discográficas contemporáneas porque ya hay espacios que se dedican específicamente al tema en las revistas especializadas. Pero en los próximos días se producirán reediciones de un material muy valioso de Bob Dylan, de modo que inauguramos la costumbre de destacar estas piezas que se rescatan del limbo. En una época en que peligra el soporte físico de la música, me parece muy valioso contar de nuevo con discos clásicos reeditados en CD, remasterizados con abundante información, fotos, etc. Los álbumes en cuestión son The Basement Tapes, New Morning, Before the Flood y Dylan & the Dead.

            The Basement Tapes es un destilado (en dos CDs) de la multitud de sesiones de grabación que tuvieron lugar en el sótano de una casa de la localidad de Woodstock, en el estado de New York, donde Dylan y su banda de acompañamiento en las giras de mediados de los ’60, The Band, acumularon carretes y carretes de cintas, destinadas en principio a hacerlas circular por las editoriales del mundo para que las grabasen oficialmente otros artistas. Muy mal no le fue a Bob, ya que el trío folk Peter Paul & Mary eligió grabar “Too much of nothing”, mientras que los Byrds (fans de la primera hora) optaron por “You ain’t goin’ nowhere”, tema del cual hizo un cover también Joan Baez. Es más, los ingleses Manfred Mann y Julie Driscoll tuvieron sendos éxitos con “The mighty Quinn” y  “This wheel’s on fire”, respectivamente. Pero las cintas alcanzaron status de leyenda cuando integraron el primer álbum pirata del que se tenga noticia en el campo del rock, Great White Wonder y para cuando Sony Music se decidió a editar The Basement Tapes en forma de álbum doble, en 1975, el “bootleg” ya había vendido, según los cálculos más conservadores, varios cientos de miles de copias. La versión remasterizada de The Basement Tapes le saca el jugo a las modernas tecnologías de mejoras sonoras, logrando que estas canciones brillen con el fulgor del gran disco que nunca realmente pudo ser, ya que –recordemos- las cintas fueron pensadas primariamente como demos. Dylan y The Band rockean de lo lindo y la sensación es la de estar escuchando furtivamente el ensayo de una banda de bar de lujo divirtiéndose en grande con rocks, música country y blues. ¿Mis favoritos? “Orange juice blues”, “Bessie Smith”, “Tears of rage”, “Please, Mr. Henry” y, bueno, “This wheel’s on fire”.

            New Morning, editado en octubre de 1970. Un álbum de canciones cortas, instrumentación sencilla y variedad estilística, donde destacan temas románticos en la vena country-folk como “If not for you” -que ese mismo año grabaría George Harrison en su exitoso álbum triple All Things Must Pass-, “The man in me”, “Time passes slowly” o “Sign on the window”, un par de buenos blues como “If dogs run free” –con una misteriosa presencia femenina haciendo scat detrás de Bob y “One more weekend”, otra evidencia de la faceta libidinosa de Dylan, algo por lo que rara vez obtiene crédito. Vale la pena destacar también el clima de Americana de “Day of the locusts” rodeando una letra que describe a un incorformista en el día de su graduación y la onda de “Winterlude”, a mitad de camino entre un vals y un mariachi. Otra pequeña perla es el tema que titula el álbum, con su línea de órgano sutilmente sugerida en el fondo de la mezcla, su ritmo machacón y su letra que habla de un renacimiento espiritual, con Dylan en su faceta más familiar y declamatoria. Tema insignia de un álbum con una personalidad mucho más sólida de lo que salta a simple vista.

            Before the Flood es el testimonio de la gira triunfal de retorno de Bob Dylan y, para variar, The Band estuvo allí para acompañarlo. La maratón de presentaciones (¡40 shows en 21 días!) por todo Estados Unidos tuvo lugar en 1974 y, salvo un par de conciertos de homenaje o benéficos, como un tributo a Woody Guthrie, el Festival de la Isla de Wight 1969 y el evento de Bangla Desh organizado por George Harrison, Dylan no había aparecido en público desde 1966, de modo que la expectativa era enorme y eso se reflejó en localidades agotadas por dondequiera que pasó la gira. Tanto Bob como The Band están en óptima forma, tocando con fiereza, con garra y con sapiencia, hits atemporales de Dylan, como “Blowin’ in the wind”, “All along the watchtower”, “It ain’t me, baby”, “Just like a woman”, “Lay lady lay” y otros, sino también varios clásicos de The Band, que para ese entonces ya se habían hecho una reputación por méritos propios. Una vez más, el sonido de la reedición es soberbio, notablemente superior a la vieja versión.
            Para algunos Dylan & the Dead es uno de los discos “malditos” en las carreras, tanto de Dylan como de esa otra leyenda norteamericana, los Grateful Dead. El álbum recibió su buena dosis de palos cuando apareció en 1989, en parte porque los ’80 no fueron precisamente una década amistosa para ninguno de los dos artistas, en parte porque fue un álbum de notorio perfil bajo, editado casi con desgano en su momento. Y sin embargo, al volver a escucharlo veinte años más tarde, comprobamos que –sin ser precisamente una obra maestra- Dylan & the Dead tiene versiones remozadas y sentidas de “I want you” “Slow train coming” y “Queen Jane approximately”, una decente “All along the watchtower” re-arreglada al estilo Dead y una sólida performance de “Knockin’ on Heaven’s Door”.
            Yo recomiendo hacerse de los cuatro discos. Música de este calibre no sale todos los días.






martes, 4 de octubre de 2016

ATRAPADO EN LIBERTAD : 30 AÑOS DE "OKTUBRE"

Este artículo lo escribí para revista LA MANO cuando se cumplieron 20 años de "Oktubre". Ahora, el clásico segundo álbum de PATRICIO REY Y SUS REDONDITOS DE RICOTA cumple 3 décadas y la fuerza de su música y su aura sigue ejerciendo su poderosa fuerza gravitatoria sobre nuestra realidad. Por eso me pareció que valía la pena volver a publicar aquel comentario en Mundorosso.





Atrapado en libertad: Oktubre y su tiempo

            Hay discos catárticos que no son fáciles de escuchar. Sus melodías se pueden cantar, silbar, tararear, y aún así son portadores de una sonda conflictiva que resuena con la impronta del tiempo en el que fueron concebidos.
            Oktubre fue el producto de una nueva década infame, la que contenía el fatídico año Orwelliano en el que –supuestamente- el régimen totalitario del Gran Hermano nos iba a sojuzgar mediante la represión, la tortura y la sistemática destrucción de cualquier tipo de disenso. Pasó 1984 y nos congratulamos que la raza humana no hubiera llegado a esos extremos de intolerancia. Pero -como solía decir el profesor Neil Postman- nos olvidamos de otro escritor que también vaticinó el futuro en la primera mitad del siglo veinte y cuyas predicciones quizás reflejen mejor nuestra globalizada realidad actual que las de Orwell; una realidad que empezó a forjarse, precisamente, en los ochentas. Aldous Huxley, en Un Mundo Feliz, predijo una sociedad en la que no se nos iba a dominar por el dolor, sino por el placer. Un mundo donde a nadie le iba a preocupar lo que dijesen los libros porque nadie se iba a molestar en leerlos. Un mundo donde todo discurso serio sería transformado por los medios de información en un desfile de superficialidad e irrelevancia. Un mundo, en definitiva, donde nuestros viejos conceptos sobre bien y mal, sobre ética y escrúpulos, sobre trascendencia y temporalidad, quedarían sepultados por la creencia de que todo “es igual / siempre igual / siempre lo mismo”, como despotricaba el Indio Solari en el “Blues de la libertad”, canción que los Redondos solían tenían muy vigente en su repertorio en los días de Oktubre, aunque el tema no integre dicho álbum.  En Un Mundo Feliz el remedio para cualquier ataque de ansiedad es el soma, una droga de amplio espectro que le pone paños fríos a esos momentos en que aún el más imbécil de los devoradores de slogans oficiales se pregunta: “¿a dónde conduce todo esto?”.
            “Fuegos de Octubre” abría el álbum proponiendo, justamente, un regreso a las gestas transformadoras que se dieron en el décimo mes del calendario gregoriano, pero se apuraba en aclarar: “sin un estandarte de mi parte”. No está planteando una toma del Palacio de Invierno, como la de 1917, ni un copamiento de la Plaza de Mayo, como el del ’45, sino más bien una revolución interna, un sacudón a las ideas y una puerta abierta a las propuestas.  Como si fueran sujetalibros ubicados a ambos extremos de una peculiar biblioteca sonora, “Fuegos de Octubre” y “Ya nadie va a escuchar tu remera” esbozan, en esencia, una misma idea: no bajar los brazos. Al poeta no lo engañan las promesas del bronce ni de la posteridad;  sabe que todo es efímero: nuestro tiempo sobre la Tierra, las luces hipnóticas y los gritos de la fama. Con todo, en un país donde el horror por las desapariciones y los chupaderos del Proceso estaba todavía espantosamente fresco, la letra del tema nos suplica que no dejemos consumar el ultimísimo secuestro: el de nuestro estado de ánimo.
            Los ochentas no fueron tiempos de utopías altruistas ni fantasías de cambio social; más bien épocas de buscar úteros substitutos. Los cultos favoritos del decenio pasaban por una adhesión a las drogas eufóricas -cuyo símbolo máximo fue la cocaína- y también por su otro extremo: un cuidado exacerbado del propio cuerpo, aunque no faltaron quienes cultivaron ambas obsesiones al mismo tiempo. Por primera vez, tópicos como los gimnasios y los alimentos dietéticos se vuelven temas de conversación habitual. El despliegue físico que decanta en fetiche sexual recorre “Música para pastillas”, un relato de pasiones cocinadas entre los últimos estertores de la Guerra Fría; gestas olímpicas donde “flacas gimnastas de América” compiten con “secas, austeras soviéticas”. Uno se imagina al  protagonista del tema acariciando fantasías con esas calistenias adolescentes traídas hasta su dormitorio por la pantalla chica. Encerrado ante la Divina TV Führer. ¿Y para qué salir? Estábamos en democracia, de acuerdo, pero asomaban los nubarrones del Punto Final y la Obediencia Debida, el domingo de Felices Pascuas, el colapso del Plan Austral y la hiperinflación. Los buenos habían vuelto, sí, pero estaban filmando cine de terror. ¿Por qué sorprendernos, entonces, de que nuestros amores de entonces fuesen vampíricos encuentros masoquistas como el que describe “Preso en mi ciudad”?
Los contrastes con el pasado que expone Oktubre son más amplios todavía. Si un lema de los pioneros del rock nacional había sido dejar las ciudades en busca del clima descontracturado del campo (recordar “Casa con diez pinos”, “Toma el tren hacia el sur”, “Que sea al sol”), el hábitat natural de los ochenta está delimitado por las cuatro paredes del cuarto propio y los umbríos pasillos interiores de la corteza cerebral.  Oktubre lo delata en la metáfora de amor químico y genuflexo de “Semen-up”, en el remolino de juego de azar y fe religiosa de bajo amperaje de “Motorpsico” y en la desesperada estampida paranoica de “Ji-ji-ji”, que tiene apariencia de una película filmada con el argumento de privadas pesadillas.
Es curioso el título de “Canción para naufragios”, porque la referencia inevitable es aquella balsa de Nebbia y Tanguito que quería partir hacia la sanadora locura de una sociedad alternativa, dejar atrás los espectros del país de bronce y sus fundamentalistas verde oliva.  El naufragio del tema de Oktubre, en cambio, se me antoja más literal: un mundo en guerra terminal y un testigo impotente que ve pasar las bombas en ambos sentidos por encima de su aldea, como aquel héroe anónimo de Sergei Tarkovsky en El Sacrificio quien –apelando al realismo mágico como último recurso- ofrece un voto de silencio perenne para salvar al mundo.
Pero si los ochenta fueron un territorio bañado por aguas cínicas; si intercambiaron la moneda corriente del desapego afectivo, también conocieron la intensidad de una fiesta hedonista y desesperada que alguna vez pareció interminable. Librados a un sistema de instintos reptílicos donde las opciones cotidianas parecían sencillas (el “I wanna” versus el “I don’t wanna” de los Ramones), nos entregamos a excesos y libaciones como si el mañana no existiera. La resaca llegaría recién al finalizar los noventa, cuando despertamos en un país con un puñado de ciudadanos de primera y una enorme clase única, igual a la de aquellos trenes que empezaron a desaparecer en la gran fosa común de la exclusión disfrazada de Primer Mundo.
A esa altura, los Redonditos habían dejado atrás Oktubre. A su arte lo acometían otras urgencias -seguramente no buscadas- que iban más allá de la música: brindar asilo afectivo y un resabio de identidad a toda una nación paria, expulsada de su propia patria por una gavilla de ilusionistas que prometieron mariscos y sirvieron babosas.


                                                                                   Alfredo Rosso

martes, 2 de agosto de 2016

CHARLY Y RAY DAVIES, ANALISTAS DE SU TIEMPO

Nota: Este artículo no tiene, todavía, un final, ya que fue pensado como guión de un segmento radial de mi programa La Trama Celeste, que sale los sábados, de 22 a 24 hs. por AM 750 (Internet: www.radioam750.com.ar )




Una de las características del mejor rock, del rock que más nos emociona, es la capacidad de algunos compositores de reflejar en su música y en sus letras a la sociedad de la que forman parte.  La intención de los párrafos que siguen es mostrar algunos tópicos en común que han tenido a través de las décadas nada menos que Charly García y el líder de los Kinks, Ray Davies.

Los años ’60 fueron vertiginosos para la sociedad inglesa, acostumbrada hasta entonces a un rígido código que tenía una de sus principales bases en las diferencias de clase social.  Sin embargo, al despuntar la década del ’60 vemos a una nueva generación que no le teme a la tradición y muy pronto los cambios se notan en la moda, en el mundo del espectáculo, en los negocios, y –por supuesto- en el mundo de la música, donde grupos como los Beatles, los Stones, los Who y los Kinks son el vivo testimonio de un cambio radical en las costumbres.  Ray Davies, el compositor del 95 % de los temas de los Kinks, cantante y guitarrista rítmico, muy pronto desarrolló un agudo ojo observador para satirizar los tics y las afectaciones de la clase burguesa británica, como revela el tema “A well respected man”, donde Davies nos habla de un señor muy formal, que...
“...se levanta por la mañana / y va a trabajar a las nueve / y vuelve a casa a las cinco y media / siempre en el mismo tren / porque su mundo está construido en base a la puntualidad / y nunca falla / él es tan bueno / tan refinado / tan saludable / en cuerpo y mente / es el hombre bien respetado de esta ciudad / haciendo siempre lo mejor, tan conservadoramente...”

Pero nuestro personaje, nuestro hombre bien respetable hace las cosas típicas de su clase social: va a ver las regatas; compra y vende acciones... y también tiene sus apetitos carnales. De hecho, dice la letra que “adora a la chica de al lado, y se muere por ponerle las manos encima...”  Pero no es tan fácil porque, continúa la letra de la canción. “Su madre sabe muy bien lo que se está en juego cuando llega el momento del matrimonio” y la idea es que le va a conseguir ella misma la novia que le convenga.  A todo esto, el padre tiene a la empleada doméstica como amante y la mamá arroja seductoras miradas a los jóvenes bien parecidos, en las reuniones sociales que sostiene con cancilleres donde discute cuestiones de comercio exterior... Todo muy respetable y muy tramposo. Eso sí, el hombre bien respetable espera su oportunidad... La oportunidad de heredar la fortuna familiar cuando papá pase a mejor vida. Una familia muy respetable... sin duda.

Por su parte, en el álbum debut de Sui Generis, Vida, Charly García nos contó la historia de Natalio Ruiz, al que describe como “el hombrecito del sombrero gris”, un hombre serio paseando por la plaza, y le pregunta, como si lo tuviera ante sí, de qué le sirvió cuidarse tanto de la tos, no tomar más de lo que el médico indicaba y cuidar la forma por el “qué dirán”.  Esta descripción de Charly es un muy buen retrato de cierto sector ultra conservador de la sociedad argentina que tuvo su momento de dominio hasta bien entrados los años ’60. El trasfondo de aquella sociedad fue una época de gobiernos militares con veleidades mesiánicas,  viciados de toda ilegalidad, ya que se habían levantado contra las autoridades elegidas legítimamente en comicios democráticos.
            Épocas en que la policía irrumpía en las plazas de noche con linternas para espantar a los amantes que se hacían mimos en los bancos, o cortaban el pelo a los rockeros pioneros “en un Coiffeur de seccional” como decía una letra de Pedro y Pablo, antes de darles “vacaciones por un día sin cobrarles”, como decía otra letra, en este caso de Manal. Y los Natalio Ruiz, esos hombrecitos de sombrero gris, eran el colchón civil de aceptación de esos abusos al ser humano, eran el preservativo contra el cambio y la posibilidad de una sociedad descontracturada  y libre.
            En otra parte de la letra, con un floreo lírico devastador, Charly remata el retrato de “Natalio Ruiz” preguntándole de qué le sirvió hacer el amor “cada muerte de obispo”, por miedo a cierta tía con cara de arpía, si de todos modos fue a parar –como tantos otros, podríamos agregar- a un lugar acorde con su alcurnia en el cementerio de la Recoleta.

A medida que fueron avanzando los años ’60 y se instaló en la sociedad occidental el concepto de progreso y prosperidad, también se empezó a estimular cada vez más el marketing del tiempo libre y las vacaciones.  Y proliferaron los paquetes de viajes y estadías, los concursos cuyo premio era un viaje supuestamente con todo pago a parajes lejanos y playas de arenas blancas y mares azules donde el individuo moderno podía relajar el stress del rutinario año de oficina, el viacrucis de viajar en subterráneos y colectivos atestados y otras delicias de las superpobladas urbes contemporáneas. Sin embargo, el ojo perspicaz de Ray Davies no tardó en pescar el grado de plasticidad y de estandarización que se ocultaba detrás de esos paquetes turísticos en supuestos paraísos tropicales. Es así que el tema de los Kinks “Holiday in Waikiki”, vacaciones en Waikiiki, cuenta la historia de un típico inglés de clase media que se gana un viaje a Hawai y que, tras deslumbrarse con la cordialidad y amabilidad con que en principio lo reciben, se da cuenta que las polleras de pasto de las chicas que lo saludan con el clásico “Haloa” están hechas de PVC, que un ukelele le sale carísimo y que tiene que pagar hasta para nadar. Para colmo la chica que baila hula hula en la playa y que le parecía muy típica, en realidad era de Nueva York, de madre italiana y padre griego.  “Holiday in Waikiki” está en el álbum Face to Face, una de las obras máximas de los Kinks, editado en 1966, contemporáneo del Revolver, de los Beatles, sin ir mas lejos.

 Por su parte, Charly García compuso una gran canción para Seru Giran que fue la que le dio título al segundo álbum de la banda, La Grasa de las Capitales, y se trata de un título que ya, de por sí, lo dice todo: el pan y circo de las grandes ciudades se asienta sobre una constelación de estrellas del espectáculo vacuas. La fama tiene su atractivo, nadie escapa a la tentación, pero, como señala la letra, el que accede a la celebridad pronto comprueba que lo tiene todo, todo… y –en  el fondo- no hay nada. Entonces comprueba la futilidad de ir una y otra vez a sembrar un camino que nunca florece. Es así que al protagonista de la canción le llega el hastío y aconseja no “transar” más con los banquetes, con las radios, con la TV desgastante, con “chicas bien decoradas y viejas todas quemadas”.  La conclusión es que la grasa del mal gusto, de lo chabacano, de lo frívolo inunda cual fugazzeta, y no tiene ni por asomo el rico gusto de la pizza homónima.  Y como para darnos una idea de que, tristemente, este fenómeno no se producía solamente en nuestro país, Charly nos dice, ya desde el título del álbum, que esa grasa, que no se banca más, está en todas las capitales. Y uno podría agregar, en varias ciudades y pueblos, también.

Con la llegada de los años ’80 se produjo un recambio generacional que tuvo su reflejo en todos los aspectos: sociales, políticos, culturales. Podría decirse que las viejas utopías de cambio de los años ’60 desaparecieron y se vivió un culto del individualismo, caracterizado por un nuevo énfasis en el consumo, en tratar de hacerse rico rápidamente y sin tener demasiados escrúpulos acerca del método, y en una consiguiente preocupación por lo relacionado con el cuerpo: los gimnasios se multiplicaron, al igual que las cirugías estéticas, que ya dejaron de ser patrimonio de la gente de cierta edad, creció el consumo de los productos dietéticos de todo tipo y también de las drogas eufóricas y los mejunjes supuestamente afrodisíacos. A esta generación se llamó en algún momento “The Me Generation”, la generación de yo, primero y principal y delante de todo.  En aquellos días, los Kinks grababan el que tal vez sea el último de sus álbumes clásicos, State of Confusion, una muy realista pintura de mitad de los ’80, con una creciente sensación de inseguridad en las calles de las grandes urbes, un colapso de los servicios públicos,  crisis en las relaciones de pareja, en fin, el final de un cierto mundo conocido y el comienzo de otro incierto. No en vano el álbum se llamaba “Estado de Confusión”. Entre los temas notables de este disco de los Kinks, hay uno que pescó muy bien el fenómeno de los “yuppies”, aquellos jóvenes que, ya en sus años ’20, parecían prematuramente envejecidos: trajeados impecablemente, políticamente alineados a la derecha y adiestrados en el arte de hacerse ricos con la bicicleta financiera. Ray Davies los describía muy bien en el tema “Young conservatives”, cuya letra, traducida, dice algo así: “¿Escuchaste las noticias? / La revolución se acabó / ahora la ira ha desaparecido / aquellos rebeldes son ahora mucho más viejos / y las escuelas y universidades / están produciendo una nueva raza de jóvenes conservadores ... El Sistema está venciendo / la batalla casi ha sido ganada / los rebeldes ahora son conformistas / Mirá al padre y ahora a los hijos / toda aquella urgencia y energía / se ha convertido en complacencia...”

Las voces del rock nacional también se alzaron para reflejar el nuevo fenómeno de los ’80. Sin ir más lejos, el primer álbum de Soda Stereo hablaba de la sobredosis de TV, de la gente que quería ser parte del jet-set, de los afrodisíacos, de las novias que ahora tenían bíceps porque iban a levantar pesas a los gimnasios y, sí, también, de los productos dietéticos. La pluma de Cerati no era ni apologética ni condenatoria; simplemente retrataba lo que veía a su alrededor.  En aquel entonces, sin embargo, también Charly García puso el dedo en la llaga de los habitantes de los ’80 en un tema que desconfiaba de todos aquellos que, en apariencia, la tenían tan clara; los que siempre andan por la vida con la última información y con un as en la manga para estar unos cuantos centímetros por encima de la línea de flotación cuando arrecian las crisis. Pero al estilete clarividente de García no se le escapaba que detrás de esa fachada de seguridad, se escondían viejos traumas, temores, angustias...  Y así lo dejó bien en claro en uno de los grandes temas de aquel álbum clásico llamado Clics Modernos, que al igual que el State of Confusion de los Kinks, apareció en el año 1983. El tema de Charly al que hacía alusión se llama “Bancate ese defecto”. 

Pero todo análisis social está incompleto si uno no se suma a la gran película que está filmando, si uno no puede ubicarse en el gran meollo que está describiendo. Y en esta historia comparada de las formas en que dos grandes compositores y músicos, como Ray Davies y Charly García han descrito la sociedad de su lugar y de su tiempo, veremos las reacciones de ambos frente al fenómeno de la fama en el mundo de la música y cómo reflejaron las falsas seguridades y los caprichos que en algún momento asaltan a quien merced a su obra artística, ha conseguido un grado alto de popularidad.  Charly lo puso muy bien en un tema de su álbum Parte de la Religión, una canción cuyo protagonista se confiesa aislado de la problemática que tiene a su alrededor, casi al extremo de la paranoia. El tema abría el lado dos en el ejemplar de vinilo de aquel disco aparecido en 1987 y se llama “No voy en tren”. La letra nos habla de un personaje que quiere llegar rápido, por eso opta por volar, en lugar de utilizar el ferrocarril, y declara no necesitar nadie a su alrededor…

 
Esta cuestión del artista aislado por su propio status, su éxito, su fama y/o su propia excentricidad es descripta también por Ray Davies en otra gran canción de los Kinks, “Sitting in my hotel”. Se trata de una auténtica confesión de madrugada de parte de un músico que no puede dormir en su cuarto de hotel y está, a altas horas, viendo series repetidas y tratando de pasar el tiempo, mientras medita acerca de su vida y su lugar en el mundo. La letra dice :  “Si mis amigos pudiesen verme ahora / paseando como una estrella de cine / en un frasco de mermelada con chofer / cómo se reirían / me preguntarían quién me creo que soy / dirían que ése no soy yo / que me están usando / Sentado en mi cuarto de hotel / escondiéndome de los dramas del gran mundo / a siete pisos de altura / mirando películas de trasnoche hasta el amanecer y soñando con el campo en el verano/ Si mis amigos pudiesen verme/ me preguntarían qué es lo que quiero probar / me dirían “¿Adónde conduce todo esto? El tema está en el álbum Everybody’s in Showbiz, Everybody’s a Star, de 1972.

(continuará...)














jueves, 28 de julio de 2016


Esta nota se publicó en revista Mavirock en 2014, pero las emociones que me produjeron los viajes retratados en este artículo, continúan conmigo. Por eso me pareció un buen comienzo para revitalizar el blog Mundorosso.  A.R. 28-7-16

MIS VIAJES CON EL ROCK

Entre abril y junio, Alfredo Rosso salió de viaje. Su GPS señalaba: Montevideo, Berlín, Londres. Los hitos musicales fueron Paul McCartney, Mike Heron, Graham Parker & the Rumour y Echo & the Bunnymen. Lo que sigue es un detallado informe extraído de su hoja de ruta rockera.

Un Beatle en el Río de la Plata

Un Beatle. Ver un Beatle. Hace bien. Reconforta. Luján. Compostela. Canterbury. Las procesiones tienen una lógica en sí mismas. Un deseo de alcanzar alturas. Cada una tiene sus códigos, sus rituales. La procesión hacia Paul McCartney, en este mes de abril del hemisferio sur, iba de Buenos Aires a Montevideo. Una tibia tarde de otoño -sábado además- terminé Figuración, el programa que compartimos con Noemí, mi esposa y me alcanzó en el auto familiar, costeando sin esfuerzo las seis o siete cuadras que separan Radio Nacional de la terminal de Buquebús. Llegué con el tiempo suficiente como para tapar la languidez de la media tarde con una medialuna rellena. Después ese flotar sin tiempo y sin sostén del ferry en el río. Mi recoleta unidad contrastaba a con un vociferante festejo familiar y adolescente. Tengo defensas para estos casos. Un discman que algunos se empecinan en llamar anacrónico y un CD perfecto: Dave Brubeck, Paul Desmond y Gerry Mulligan extendiendo un “Take five” en vivo en Newport hasta extraerle una divina armonía de notas y vibras. Al rato, casi sin presentirlo, pasamos el Cerro y el puerto de Montevideo nos abrió sus amables brazos. Antes de atracar, sin embargo, maniobramos en derredor de uno de esos yates que semejan edificios enormes en perenne, jolgoriosa reunión de consorcio.


                                           Paul McCartney en el Centenario de Montevideo

Debía confrontar mi peor pesadilla: llegar tarde, no encontrar la entrada de prensa, vagar alrededor del estadio escuchando las ovaciones de allá adentro; buscando un nombre, una caseta, una pista...  Pero no. En el muelle estaba Micky, amigo fraterno. Su auto esperó con él que yo hiciera el check-in en minutos que disfracé de segundos en un hotel boutique de la Ciudad Vieja y mientras caía la penumbra y una leve niebla sobre Montevideo, enfilamos por una interminable calle recta hacia el Centenario.  Montevideo tiene esa cosa informal, vecinal diría, que hace que uno pueda llegar a las fauces mismas de las graderías sin que nadie te pare. Imaginé el Monumental y sus desvíos, quince cuadras antes, silbatos, filas, vallas, chequeos.  Montevideo es unplugged.  La gente pasa sin apuro. Van a llegar a tiempo. Lo saben. No desesperan. Yo tardé un ratito más por el desconcierto de una calle que dobla y parece seguir llamándose igual, pero al final, allí estaba mi ticket. Aunque me decidí tarde y lo pedí tarde también, desde mis dudas porteñas de cinco días antes...  Aún así hubo un ángel que me comprendió y dijo: “este tipo sí, éste entra...” Circunvalé un camino de cemento, subí una barranquita de pasto, entré por una de esas puertas que dan a un hall repleto de copas y galardones ganados en pretéritas gestas deportivas, me adelanté previsor al comentario de vejigas quejumbrosas, y ahí estaba, a las ocho y media, en la platea alta, binocular en mano, cámara lista, viendo el cúmulo de viñetas de la vida de Paul que desfilaban por las pantallas grandes –con música alusiva- esperando el gran clímax, el momento en que aquel Beatle que ya pasó de ser leyenda y que volvió a ser a veces normal, a veces otra vez leyenda, pisara el escenario con sus compinches de ahora; músicos eficientes, a veces brillantes, que lo tratan de igual a igual hasta que en algún momento, para sus adentros, se pellizcan y se dicen: “¡Joder! ¡Estoy tocando con un fuckin’ Beatle!
            A quince de las nueve de la noche, cerrada ovación mediante, los músicos a sus puestos y un ritmo zumbón y creciente me llevó sin escalas a mis diez años: “Eight days a week”, el tema que empezaba Beatles for Sale; el mismo que usaba el luchador de Titanes en el Ring apodado “El Beatle Francés” para hacer su entrada en el ring allá por 1965. ¡Los recuerdos se fijan caprichosamente! La banda rockea: no problem, pero el sonido está como una “vidriera en preparación”, o sea, dale tiempo al sonidista y dejará de ser brumoso. El saludo de rigor: “¡Hola Montevideo! ¡Bienvenidos uruguayos! Estoy muy contento de verlos otra vez” y sale otro uppercut a la mandíbula de la memoria colectiva con “All my loving”, sólido, elegante, suelto. Es hora de plantar a la banda en el escenario con un sonoro ¡bang! Y “Let me roll it” es perfecto, uno de los motivos que hacen de Band on the Run el álbum clásico que es. La versión es densa, con ese aire espeso a mitad de camino entre el blues y la balada que Paul maneja tan bien.  Enseguida llegan  las armonías de “We can work it out” –en una excelente reproducción del arreglo original a tres voces, lo cual es decir algo...- y me parece que estoy escuchando la letra por primera vez en los cuarenta y tantos años que conozco el tema. El argumento de un escritor que aspira a ser best-seller y que no tiene escrúpulos en estirar, cortar o modificar su novela de acuerdo a las necesidades del mercado, me suena tremendamente actual. ¡Temazo!
            Paul tiene bien aprendida la lección, atribuida a un tío que también estaba en el show business, de que un recital tiene que ser como una “W”: empezar arriba, bajar un poquito, crear una cúspide por la mitad, volver a amainar levemente y terminar con todo. Pues bien, después del primer lance de intensidad, McCartney entra en un pasadizo intimista, en el que queda solo en el escenario, a veces al piano, otras con la guitarra, para recorrer temas atemporales como “Maybe I’m amazed”, la joya de la corona de las tantas canciones que le dedicó a su primera esposa, Linda y “I’ve just seen a face”, que suena renovado respecto de la ya intensa versión original del álbum Help.  ¿Sorpresas? Varias. La aparición de “Another day”, un exquisito tema pop de sus principios como solista, y lo bien que se ubican en el repertorio canciones actuales como “My Valentine” y “Queenie Eye”. 
            Hasta la hora y pico de recital, todo fue bien musicalmente y el rapport con el público era irreprochable, pero, francamente, a partir de la deslumbrante y conmovedora versión de “Blackbird”, la intensidad se redobló, y lo que era de por sí un show impecable y profesional, entró en otra dimensión.  De golpe Paul formó un formidable frontón rockero con sus guitarristas Rusty Anderson y Brian Ray  para sacarle chispas a delectables versiones de “Lady Madonna”, “One after 909”, “Band on the run” y “Back in the USSR”, intercalando inesperados rescates como los de los Pepperianos “Lovely Rita” y “Being for the benefit of Mr. Kite” más una versión de “Eleanor Rigby” que me puso piel de gallina con su carga emotiva. Hasta se dejó un espacio para el simple encanto skiffle de “All together now” y el pop pasado por ska de “Ob-la-di, ob-la-da”, coreados sin resistencia por todo el Centenario.
            Un plus especial de Paul McCartney es que ha sido un músico multifacético desde los días en que los Beatles pagaban su derecho de piso en los clubes de dudosa fama de Hamburgo. Paul sabe que los diferentes climas musicales tienen su justo lugar en la noche de un show y por eso, no extraña que la parte final del recital en sí termine dramáticamente a fuerza de baladas de alta gama como “Let it be”, “Live and let die” (con fanfarria de fuego y bombas de estruendo, como es ya habitual) y “Hey Jude”.  Las luces amainan y la banda se va, pero todos sabemos que volverán ¡y cómo!  El primer set de bises es a puro rock and roll: “Day tripper” y “Get back” son elecciones que se caen de maduras, pero, nueva sorpresa, me encantó verlos hacer “Hi hi hi”, aquél maléfico rocker de Wings al que la BBC juzgó necesario negar la difusión radial, sea por su enfática simbología erótica, por su referencia a estados anímicos artificialmente alterados o por un cóctel de ambos. La versión 2014 pasa aplastando.
            Más ovaciones... Y tenía que haber más Paul. “Yesterday” humedeció ojos sensibles y se vino por fin el grand finale con otra batería de rockers que empezó allá arriba con “Helter skelter” y siguió arriba con el medley final de Abbey Road, aquel de “Golden slumbers/Carry that weight/the end” que incluía una concisa y furibunda zapada a tres guitarras, recreada y expandida aquí por McCartney, Anderson y Ray, mientras Abe Laboriel Jr. Sostiene el ritmo a puro palo.  
            “Y al final, el amor que te llevás es igual al amor que hiciste...”  La frase final que cerró aquella gloriosa década Beatle queda flotando ahora sobre un estadio Centenario que se va vaciando cansinamente. Impecable corolario para la noche inolvidable de un Beatle en el Río de la Plata.

Un Incredibiliano en Berlín

            Berlín representaba, para mí, un misterio enorme. Pensaba en la barrera del idioma. Pensaba en las ciudades fantasmas que podían acechar debajo de la ciudad real: la Berlín derruida y devastada, contemplada con asombro y horror en aquellos noticieros en blanco y negro que retrataron los últimos días del Tercer Reich. Luego, la Berlín de las películas de espías Este-Oeste, con el tenso monolito del Checkpoint Charlie como divisoria de aguas entre dos visiones opuestas del mundo. También la Berlín posmoderna, esperanzada y contradictoria que espié en Las Alas del Deseo de Wim Wenders, con Bruno Ganz como angel humanizado y Peter Falk, alias Columbo, dándole la bienvenida al mundo tangible del sabor a café y el olor a tabaco, con Nick Cave haciendo arte desde el sudor y las cenizas de un adorable tugurio rockero.
            No me esperaba esta Berlín de manos abiertas, de casual bonhomía. Es obvio que hay cicatrices.  Algunas son tangibles. El guía nos habla de diferentes remuneraciones para el mismo trabajo, según provengas del Este o del Oeste de aquel muro que ya no está pero que a veces te hace sentir su inmanencia de maneras imperceptibles. Aunque más lejana para las nuevas generaciones, la memoria de la tragedia nazi tampoco se esconde: está presente en museos, hitos, monumentos, memoriales. Pero lo que más me quedó, en última instancia, fue la cara nueva de Berlín, la sensación de amplitud, geográfica, sí, pero por sobre todo espiritual. Respiré un optimismo que no tiene que ver con la bonanza económica –que sin duda ayuda- o con la persistente reconstrucción urbana, sino con la genuina sensación de que ha comenzado otra etapa en el ánimo colectivo. Cuando se habla de los pulmones de una ciudad, generalmente uno piensa en plazas y espacios verdes, pero la calidad del oxígeno que respiran los habitantes de una urbe tiene también que ver, y mucho, con el ánimo colectivo, con la sensación de un rumbo compartido, y lo que percibí fue una Berlín optimista... y contagiosa.
            En la Frederickstrasse descubrí a Dussmann, una disquería fantástica con un catálogo inmejorable de perlas de ayer y hoy. Estando en Alemania, era lógico que me empeñase en completar el repertorio de una de mis bandas teutonas favoritas: Amon Düül II. Y allí estaba, esperándome, Phallus Dei, su disco debut, cuyo vinilo misteriosamente había perdido hace décadas. ¡La vida da revancha!  Al rato, nos dirigimos con mi esposa Noemí, al HAU 1, en la Stresenmannstrasse, una calle con mucha onda y un toque de bohemia, cerca de los míticos estudios Hansa, donde Bowie grabó su famosa trilogìa berlinesa de Low, Heroes y Lodger.



                                              Mike Heron en el HAU 1 de Berlín; en la foto superior, con Trembling 
                                               Bells.

 El HAU 1 es un típico teatro de barrio, íntimo y un tanto desvencijado, lo cual le da un toque querible, amistoso. El marco propicio para ver a uno de los puntales de la Incredible String Band en el comienzo de una gira alemana junto a Trembling Bells, una banda escocesa, como Mike, que ya tiene cuatro álbumes bajo su nombre y que, primero que nada, son fans del músico y se les nota por el cuidado que dispensan en sus arreglos, instrumentaciones y voces al encarar los temas de Heron, tanto los de Incredible como los de su obra solista. Como para ponernos rápidamente en clima, comenzaron con dos clásicos del álbum 5000 Spirits or the Layers of the Onion, “Chinese white” y “Painting box”, para pasar luego al etéreo “Air”, tema de Wee Tam and the Big Huge que, al menos en mi memoria, siempre estará asociado a la hilarante escena del film de Milos Forman Taking Off, donde un hippie les enseña a fumar un porro a un puñado de padres, maestros y demás personajes de lo que por entonces se consideraba “el mundo careta”.  Un primer pico de intensidad lo marcó “Feast of Stephen”, tema que Heron grabó por primera vez en su debut solista, Smiling Men with Bad Reputations, en 1971, y del cual existe una remozada versión en estudio con los Trembling Bells, hecha en 2010.
            Tras la tradicional “Black Jack David” -la recurrente historia del atorrante trotamundos que seduce a la hija del amo y señor de la comarca- el recital alcanzó un instante de magia peculiar en “Maya”, con la participación de la tecladista Lavinia Blackwall en primera voz.  Hubo, en síntesis, muchos puntos altos, entre ellos “Log cabin home in the sky”, aquella viñeta de un romance cuyo calor mantiene a raya el gélido frío del invierno en una cabaña alejada del mundanal ruido; el siempre bienvenido carpe diem de “This moment”, y un final esperado y disfrutado con “A very cellular song”, esa deliciosa mini-suite que cerraba el lado uno del álbum The Hangman’s Beautiful Daughter (otro hito fundamental de la gesta Incredibiliana) y que tiene entre sus personajes principales a una simpática ameba. Después de haberlo visto en un contexto más austero, fue gratificante contemplar el brillo del rico catálogo de Mike Heron con un suntuoso marco de teclados, guitarras, violín y percusión, un ensemble en el que los Trembling Bells se fusionaron con la propia hija de Mike, Georgia Seddon, integrante fija de su banda actual.
            Los bises con las delicadas armonías vocales de “Bright morning, stars are rising” y la dulce ironía de “The hedgehog song” fueron el broche justo para una noche que quedará en la memoria, y que tuvo un inesperado bonus track cuando el propio Heron nos invitó a compartir su mesa en un bar vecino para un brindis pos-recital surcado por anécdotas y recuerdos de su amplia y colorida carrera.

                                           
                                            Brindis post recital, con Mike, esposas y amigos

Parker y Bunnymen, al calor de Londres

            Un Londres soleado y pre-veraniego nos brindó una inesperada bienvenida. Con el tiempo limitado, surqué las calles del Soho en busca de las buenas disquerías –que todavía quedan, no hay necesidad de entrar en pánico aún-  dispuesto a traer algunas piezas que hacía tiempo codiciaba. Y aunque han desaparecido algunos mojones de antaño, como Virgin Records, en una esquina de Shaftesbury Avenue, la avenida de los teatros, a pasos de Charing Cross Rd., me topé con Fopp, una disquería relativamente nueva de dos plantas: abajo las novedades y en el primer piso material de catálogo. Bien provista y con precios lógicos, una muy buena opción para quienes seguimos apostando al formato físico de la música. Principalmente CDs, pero también algunos vinilos y unos fantásticos libros de rock a muy buenos precios.

                                       Graham Parker & the Rumor, versión 2014, en el 
                                          Shepherd's Bush Empire

           En cuarenta y ocho horas pasamos dos veces por el principal teatro de recitales que hoy ostenta Londres, el Shepherd Bush’s Empire. Un viernes tocaba Graham Parker, uno de los grandes héroes de culto de la New Wave inglesa original, aunque, por más que lo intente ubicar en tiempo y espacio, todas las etiquetas son injustas. Parker fue siempre un estilo en sí mismo. Llamarlo cantautor le queda chico: su música siempre tuvo un costado filoso, con letras de peculiar agudeza, tanto cuando retratan las contradicciones de un romance que no llegó a buen puerto, las desventuras de un adolescente problemático o los viacrucis cotidianos del hombre común frente a la indiferencia del cuerpo social. Acompañado impecablemente por los músicos originales de The Rumour, su banda histórica, Parker demostró a lo largo de una hora y media que su abrasiva voz ha resistido muy bien el paso de las décadas, conservando indemnes su caudal y su expresividad, y que sus temas no han perdido potencia ni relevancia.  “No holding back”, “Stick to me”, “Watch the moon come down”, “Discovering Japan” y “Nobody hurts you” se destacaron en una noche de singular intensidad, y me agrada poder decir que las canciones de su reciente álbum de reaparición, Three Chords Good, se fusionaron con gracia con los viejos clásicos.  Un merecido párrafo final para destacar el excelente set acústico del telonero Glenn Tilbrook, pilar del grupo Squeeze, en esta ocasión en plan solista, quien puso a la audiencia en el clima ideal para degustar el número de fondo.

                                          Amigos del claroscuro: Echo & the Bunnymen, 
                                           Shepherd's Bush Empire, 2014.

            Dos días más tarde, el mismo escenario fue testigo del retorno de unos hijos pródigos del Liverpool musical de los ’80: Echo & the Bunnymen, que en su más reciente encarnación están centrados en sus dos motores principales históricos: el cantante y compositor Ian McCulloch y el guitarrista Will Sergeant.  La banda estrenaba su flamante álbum Meteorites y uno se da cuenta cuando el grupo en cuestión le tiene fe a un nuevo disco, porque no tocan “el corte” radial de compromiso, para luego olvidarlo y dedicarse a los temas más conocidos. Obviamente, ningún recital de Echo & the Bunnymen podía estar completo sin la presencia de gemas como “The killing moon”, “The cutter”, “Seven seas” o “Rescue”, pero el pasaje de McCulloch & Cia por el Shepherd Bush’s Empire los mostró tocando con ganas y convicción los puntos altos del nuevo álbum: “Holy Moses”, “Constantinople”, “Lovers on the run” y el propio “Meteorites” sostuvieron la intensidad y el vigor del concierto a la par de los estándares de la banda. Detalle especial: McCulloch mantiene su mística, tantos años más tarde: nunca un haz de luz de lleno sobre él. Siempre el pelo elegantemente desordenado, el saco-campera tipo parca, que ya parece integrado a su piel, las gafas oscuras y una voz que parece salir de las insondables profundidades de su ser. Pero ojo, que los otros cuatro músicos, Gordy Goudie en guitarra, Jez Wing en teclados, Stephen Brannan en bajo y Nick Kilroe en batería, no son meros acompañantes. De hecho, Echo & the Bunnymen sonó como un grupo integral, no como un dúo con sesionistas. La música de la banda fue una amalgama de temas de distintas épocas que embonan unos con otros en un todo que tiene una entidad propia y única. Echo & the Bunnymen está vivo y coleando, justamente como un meteorito que sigue su propio curso en el insondable universo musical contemporáneo. Mientras concluía esta nota me enteré que Echo & the Bunnymen visitará de nuevo Argentina en noviembre para actuar en el Personal Fest, edición 2014, lo cual me pareció una excelente manera de conectar este periplo musical por otras capitales con el corazón rockero de nuestra propia ciudad, el cual, por suerte, sigue gozando de muy buena salud.